Perro de ojos negros by María José Caro

Perro de ojos negros by María José Caro

autor:María José Caro
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9786124349034
editor: Penguin Random House Grupo Editorial Perú
publicado: 2016-12-07T00:00:00+00:00


Lima, 17 agosto

Antes de mudarme temporalmente a Madrid trabajé en el área de responsabilidad social de un banco. Mi cubículo se ubicaba en un sexto piso sin ventanas, ventilado únicamente por los ductos de aire acondicionado implantados en el techo. Una secretaria me dijo que la idea era crear el efecto de un corral para gallinas ponedoras, desorientar a los empleados y hacerlos producir sin importar la hora. Sin embargo, mi puesto de asistente junior era irrelevante para la compañía. La mayor parte del día lo pasaba intentado acceder desde mi computadora, por medio de tunnels y proxys, a las páginas web que habían bloqueado los chicos de Sistemas. Una tarde, mi jefa recibió en su bandeja de entrada un reporte de incidencias con mi dirección de IP. Mil doscientos cincuenta y cinco violaciones de protocolo detectadas por el firewall. A partir de allí, me dediqué a leer camuflando los libros en el espacio que quedaba entre el escritorio y mis piernas. Mi coartada era una hoja de cálculo abierta y un correo electrónico a medio redactar. No me fui a Madrid por el máster, sino porque quería dejar esa oficina primero por aburrimiento y después porque cambiaron mis funciones. El banco se alió con una ONG para financiar un proyecto que consistía en colocar ludotecas en los pabellones de pediatría de algunos hospitales sin recursos. Al principio, visitaba el aula modelo una vez a la semana para sacar fotografías y corroborar el avance en el montaje, a la par que revisaba el uso correcto del logo de la empresa en los estantes que albergaban juegos de mesa, libros infantiles y muñecos. Mi problema llegó cuando aparecieron los niños. El aula atendería a pacientes quemados y yo debía monitorear el trabajo de los voluntarios. La mayoría de los pacientes llevaban vendajes en las piernas o brazos. Eran quemaduras que no les arrancaban la identidad. Se trataba de niños que se tiraban sobre las alfombras de colores, dejaban los juguetes desordenados y gritaban. Sin embargo, el verdadero ruido provenía de los niños silenciosos. De los casos graves. De los que en su inocencia creían que podían pasar desapercibidos aunque no les quedaran signos de humanidad en el rostro. Una niña de doce había perdido todas las facciones al prenderse a sí misma para llamar la atención de su padre. A otro de diez le había reventado la piel desde dentro al encerrarse en una estación eléctrica cuando jugaba a las escondidas. Sus cuerpos eran mensajes demasiado duros para mí. Me alejaba lo más que podía. Entraba al aula unos minutos, conversaba con las voluntarias y luego me refugiaba junto a la máquina de café de cuidados ambulatorios. Mientras que las voluntarias besaban la carne cuarteada de los niños y los llamaban por sus nombres, yo solo era capaz de soportar las visitas entumecida por una botella entera de agua de azahar que compraba en la farmacia. Renuncié el mismo día en que me aceptaron en el máster. Es paradójico, la sensibilidad sin valentía es solo egoísmo que carcome.



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